Como ya
expliqué en el post anterior, los Premios
Ig Nobel son una impagable fuente de esperpénticas investigaciones científicas.
La última entrega de premios, la vigésimo quinta, tuvo lugar la semana pasada en
el campus de la Universidad de Harvard y nos dejó unas cuantas joyas para el
recuerdo. Desde como “deshervir” un huevo hasta las consecuencias biomédicas de
besarse apasionadamente. Algún día hablaré de esos estudios. Mientras tanto, hoy
me dedico a comentar el que más me sorprendió, el trabajo ganador del Ig Nobel
de Fisiología y Entomología.
Concretamente,
el premio fue compartido por dos investigadores. Por un lado por el entomólogo Justin
O. Schmidt, que en un artículo publicado en la revista ‘Archives
of Insect Biochemistry and Physiology’ (1983;1:155-160)
comenzó a comparar las propiedades de los venenos de 78 especies de himenópteros.
Sus investigaciones dieron lugar a lo que se conoce como el Índice Schmidt, que
mide el dolor que causan las picaduras de los distintos insectos. Gracias a él
sabemos que la llamada hormiga bala (Paraponera
clavata), que habita en Sudamérica y Centroamérica es el bichejo que causa
las picaduras más dolorosas, honor que comparte con la avispa caza tarántulas y
con otras especies de avispas igual de cabronas.
El
trabajo de Justin O. Schmidt es loable. El que realmente sorprende es el
experimento del otro galardonado, llamado Michael L. Smith, que trabaja en el
Departamento de Neurobiología y Comportamiento de la Universidad de Cornell y
que podéis ver en la foto durante su discurso de aceptación del premio.
Si lo
que os preguntáis es si también expuso su miembro viril a los aguijones de las
laboriosas obreras, la respuesta es afirmativa. Y no una vez, sino tres, ya que
para evaluar bien el dolor no le bastaba con una sola picadura.
Su
estudio aparece en ‘PeerJ’, una
publicación dedicada a las ciencias médicas y biológicas. Allí explica que puntuó
el dolor utilizando una escala del 0 al 10 en cada localización, tomando el
antebrazo como referencia para establecer las oportunas comparaciones. Es
decir, cada día, entre las 9 y las 10 de la mañana, se sometía a 5 picaduras. La
primera y la quinta en el antebrazo –que en la escala de dolor calificaba con
una nota de 5- y las otras tres en el lugar del cuerpo que evaluaba ese día.
Respondiendo
a la pregunta del título, el dolor provocado por una picadura de abeja en el
tronco del pene alcanza una puntuación de 7. Solo la supera el dolor en la fosa
nasal (con una nota de 9) y en el labio superior (con 8,7). Por el contrario,
los lugares donde menos duele son la punta del dedo medio del pie, la cabeza y
la parte superior del brazo (en los tres casos con una nota de 2,3).
Me
imagino que os preguntáis cuánto duele en otras partes del cuerpo, ¿no? Venga,
ahí van las respuestas, que os leo la mente. Una picada en el escroto duele –literalmente-
“un huevo”, puesto que alcanza una puntuación de 7 y se sitúa en el cuarto
puesto. ¿Y en el culo? Pues bastante menos, con una nota de 3,7.
Con
este estudio, Michael L. Smith entra en el panteón de los altruistas científicos
que utilizaron su propio cuerpo para experimentar en beneficio del conocimiento.
En la ficción conocimos a gente como el doctor Jeckyll, nacido de la pluma de
Robert Louis Stevenson, o a El hombre
invisible, de H.G. Wells, sin olvidarnos de El hombre de los rayos X en los ojos, que Roger Corman nos presentó
en la gran pantalla.
Como
ejemplos reales, tenemos al doctor Dr. Donald L. Unger, quien relató en una
carta enviada a la revista Arthritis
& Rheumatism (1998;41:949-950) que durante 60 años hizo crujir los
nudillos de su mano izquierda dos veces al día sin hacer crujir nunca los de su
mano derecha, con el fin de comprobar si ese acto aumentaba el riesgo de
artrosis, tal como le recriminaban desde niño su madre y sus tías. Su
experiencia –aunque un ensayo clínico con una sola persona no tiene demasiada
validez- sugiere que era una leyenda urbana.
Más espectacular
es el caso del veterinario norteamericano Robert A. Lopez, cuyos experimentos
consistieron en obtener ácaros de los oídos de gatos y metérselos en sus
propios oídos. Sin palabras. Este investigador amante de los animales publicó
sus resultados en el Journal
of the American Veterinary Medical Association (1993;203:606-607).
Dostoievski
dijo que “el verdadero dolor, el que nos hace sufrir profundamente, hace a
veces serio y constante hasta al hombre irreflexivo; incluso los pobres de
espíritu se vuelven más inteligentes después de un gran dolor”. ¿Se habrá
cumplido en el caso del amigo Michael L. Smith?
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