Como estamos en Navidad esta semana voy a prescindir de
investigaciones dedicadas a temas escabrosos o escatológicos. Al contrario, he
escogido un caso clínico que le hubiera gustado al mismísimo Charles Dickens.
Apareció publicado en la revista ‘Neurocase’
hace un par de años (2013;20:496-500),
donde sus autores relataban el caso de un hombre brasileño de 49 años que
sobrevivió a un ictus, término que los especialistas tratan de imponer en
español y que engloba lo que conocemos como accidente cerebrovascular, embolia,
infarto cerebral, trombosis, etc.
Lo que ocurrió con el individuo en cuestión es que
desarrolló lo que los autores calificaron como “generosidad patológica”. No sé
si Su esposa explicó a los médicos que comenzó a repartir dinero a la gente y a
comprar caramelos a los niños que se cruzaba por la calle –con buenas
intenciones, no seáis malpensados-. Empezó a derrochar sin control, de manera
casi compulsiva, y pudo acabar lleno de deudas que un gobierno griego de no
haber sido porque su mujer tomó cartas en el asunto y advirtió a los doctores.
De hecho, este paciente altruista y manirroto no pudo volver a su trabajo,
donde había sido director de un departamento en una gran corporación.
En el caso clínico se explica que las evaluaciones
realizadas al paciente no mostraron ningún síntoma de manía o demencia que
explicara su repentina y excesiva generosidad. El TAC mostró que un bajo flujo
de sangre en ciertas zonas del cerebro que no habían quedado dañadas a causa
del ictus, pero que se encontraban conectadas neuronalmente con ellas.
Los investigadores escribieron que este caso “añade la
generosidad patológica al rango de cambios de conducta que pueden ser
provocados por lesiones unilaterales discretas del núcleo lenticular y las vías
próximas”, por lo que instaban a la comunidad científica a vigilar este tipo de
comportamientos, por si alguien corre el riesgo de volverse patológicamente más
generoso que una constructora con el concejal de obras públicas.
Hasta donde yo sé, el anuncio del fundador de Facebook, Mark
Zuckerberg, de donar el 99% de su fortuna, no sé cuántos miles de millones de
dólares, no tiene nada que ver con un ictus.
Y es que las consecuencias que puede tener un accidente
cerebrovascular son a veces impredecibles. Recuerdo un caso que comenté en mi
libro que había aparecido en el ‘American
Journal of Physical Medicine & Rehabilitation’ (2000;79:395-398).
El título del artículo era "Masturbación involuntaria como manifestación
del síndrome de la mano ajena relacionado con el ictus". Como ya os podéis
imaginar, la mano del individuo cuyo caso se describe, que tenía 73 años, se
dedicaba a jugar compulsivamente con su entrepierna. Pero él aseguraba que no
era su intención, sino que era su mano la que actuaba por cuenta propia, desmarcándose
de su voluntad. Al parecer los médicos le creían y achacaron su obsceno comportamiento
a la lesión cerebral. De otro modo, no lo hubieran publicado como caso clínico.
Pienso yo.
Pero ya me estoy saliendo de madre y había prometido que hoy
no me metería en esta clase de jardines. Así que ahí lo dejo. No obstante, y
más relacionado con el primer caso clínico que con el segundo, tenemos a otra
paciente cuya historia se recoge en otro artículo de ‘Neurocase’ (2014;20:666-70).
Fue sometida a una operación para tratar la epilepsia grave, consistente en
extirpar esa parte del cerebro conocida como amígdala, y el resultado fue un
comportamiento que los médicos describieron como “hiper-empatía”.
Por lo visto, su participación afectiva de los sentimientos
de otras personas –pues eso es la empatía, según reza la Wikipedia- se
multiplicó. Empezó a comprobar que sus emociones y sentimientos se desbordaban,
y que sentía tremendos “vuelcos de corazón” y “encogimientos de esófago” cuando
experimentaba tristeza o ira. En las pruebas psicológicas que miden la empatía
consiguió puntuaciones mucho más elevadas que las personas, digamos, normales,
por ejemplo en el test conocido como ‘Reading the Mind in the Eyes Task’ o ‘leer
la mente en los ojos’.
Lo más curioso del caso es que, según algunos científicos,
la amígdala es una zona del cerebro implicada en el reconocimiento de las
emociones, así que lo normal en caso de extirparla hubiera sido el efecto
contrario al que se vio en esta paciente. Es decir, que para ella tendría que
ser más difícil ‘leer’ las emociones de los demás. Sin embargo, cuando se
publicó el caso clínico habían pasado 13 años desde la operación y ella seguía
siendo hiperempática.
Los médicos que firman el artículo opinaban que, tras haber
extirpado la amígdala, tal vez otras regiones del cerebro se reorganizaron y
conectaron entre ellas para suplir sus funciones, y que eso dio lugar a una
empatía más fuerte y desarrollada. Nuestro cerebro es todo un misterio y
probablemente lo seguirá siendo durante mucho tiempo. Como dijo alguien, “si el
cerebro humano fuese tan simple que pudiésemos entenderlo, entonces seríamos
tan simples que no podríamos entenderlo”.
Pues eso. ¡Feliz Navidad!
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