En algunos de mis posts antiguos, que algún día recuperaré en este blog, comprobé que ser un personaje de
ficción no significa poder escabullirse del escudriñamiento científico. Ni
siquiera ser un dibujo animado. En su día hablé estudios que habían abordado el
diagnóstico psiquiátrico de Gollum (British Medical Journal 2004;329:1435-1436),
los traumatismos craneoencefálicos de Tintín (CMAJ 2004;171:1433-1434),
los efectos de la lectura de Harry Potter sobre los accidentes infantiles (BMJ 2005;331:1505-1506)
o los trastornos mentales del osito Winnie Pooh (CMAJ 2000 163:1557-1559).
En
2011 le llegó el turno a Bob Esponja, cuya serie de animación era en aquel
momento la más vista por los niños de 4 a 12 años de edad en nuestro país.
Resulta que una psicóloga norteamericana de la Universidad de Virginia, llamada
Angeline Lillard, se dedicó a analizar cómo afectaba ver estos dibujos a los
niños de 4 años.
Hizo
sus experimentos con 60 niños de esa edad. Un grupo pasó 9 minutos viendo a Bob
Esponja, definida por la autora como “serie infantil de ritmo trepidante”,
mientras que un segundo grupo se dedicó a ver Caillou, serie infantil más
sosegada y con una finalidad más educativa que la del amarillento porífero encorbatado que “vive en la piña debajo del mar”. Un tercer grupo simplemente
pasó el tiempo dibujando.
Los
tres grupos de niños fueron sometidos inmediatamente después a una serie de
pruebas para evaluar su función ejecutiva, definida como una colección de
habilidades que engloban la atención, la memoria, la resolución de problemas y
el autocontrol, entre otras. En una de esas pruebas, por ejemplo, debían
pronunciar al revés una serie de varios números que les decía el investigador.
En otra debían tocarse los pies cuando el investigador les pidiera tocarse la
cabeza y viceversa. Otro test consistió en resolver el clásico problema de las
torres de Hanoi.
Los
resultados del experimento, que se publicó en la revista ‘Pediatrics’
bajo el título “El impacto inmediato de diferentes tipos de televisión sobre la
función ejecutiva de niños pequeños” (2011;128:644-649),
revelan que aquellos que vieron a Bob Esponja obtuvieron peores puntuaciones en
las pruebas realizadas. En cambio, los resultados obtenidos por los que vieron
a Caillou no se diferenciaron de los que pasaron el rato dibujando.
Otra
prueba midió su impulsividad. En concreto, consistió en enseñarles dos platos
de chucherías y dejarlos solos en una habitación. En un plato había dos dulces
y en el otro diez. Si hacían sonar una campana, aparecería un adulto y les
dejaría comer el plato con menor cantidad. Si tenían paciencia y esperaban,
cuando el adulto llegara les dejarían comer el plato de diez. El artículo de la
Dra. Lillard también muestra que los niños que vieron a Bob Esponja fueron
significativamente más impacientes e impulsivos que el resto.
La
conclusión de la autora es que dejar a los niños de 4 años ver una serie de
dibujos animados de ritmo desenfrenado tiene un impacto negativo sobre su
función ejecutiva, lo cual afecta temporalmente a su capacidad de atención y de
aprendizaje. Por lo tanto, desaconseja a los padres dejar que los niños vean a
Bob Esponja en la tele antes de ir al colegio o antes de realizar alguna
actividad que requiera prestar atención.
Es
una polémica más sobre los posibles efectos nocivos de la “caja tonta”, pero no
tiene ni punto de comparación con las quejas que algunos grupos
ultraconservadores estadounidenses hicieron del personaje hace ya unos cuantos
años, acusándolo de promover la homosexualidad. El origen de la tontería fue
que la imagen de Bob Esponja fue utilizada –junto a otros muchos más personajes
populares- cantando en un vídeo que se distribuyó en escuelas de educación
primaria para difundir un mensaje de tolerancia hacia todo tipo de culto,
género, raza u orientación sexual. Criticaron que el monigote animado era un
personaje emblemático de la comunidad gay, un honor que compartía con otros
famosos, desde Epi y Blas hasta Batman y Robin, pasando por el teletubbie
morado. Vivir para ver...
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