Cuando pensamos en
científicos que experimentan consigo mismos es fácil que el primero que nos
venga a la cabeza sea el Dr. Jekyll, aquel inmortal personaje de Robert Louis
Stevenson con doble personalidad que se transformaba en el peligroso míster
Hyde tras ingerir un brebaje.
La ciencia-ficción nos
proporciona bastantes más ejemplos, desde ‘El hombre invisible’ de H.G. Wells,
que se publicó en 1897, hasta la película ‘El hombre con rayos X en los ojos’,
que llevó al cine Roger Corman en 1963, basándose en una historia de Ray
Russell, o ‘La mosca’, relato escrito por George Langelaan del que se han hecho
varias versiones cinematográficas, posiblemente la más famosa la de David
Cronenberg de 1986.
Actores como Spencer
Tracy, Claude Rains, Ray Milland y Jeff Goldblum se metieron en la piel de esos
autores de descubrimientos increíbles que salían mal parados tras experimentar
sus hallazgos en su propio cuerpo, ya fuera transformándose en siniestro
psicópata o, peor aún, en insecto gigantesco.
Lo cierto es que sí que
existen científicos que prueban sus ideas en su propio organismo. Hace unos
cuantos años, un veterinario norteamericano llamado Robert A. Lopez, consiguió
el Premio IgNobel por prestar su cuerpo al bien de la ciencia. Sus experimentos
consistieron en extraer ácaros de los oídos de gatos y metérselos en sus
propios oídos. Este investigador amante de los animales publicó sus resultados
en el Journal of the
American Veterinary Medical Association (1993;203:606-607).
En el palmarés de los
IgNobel también figura un investigador que consagró su cuerpo, o al menos una
parte de él, al avance de la medicina. Se trata del Dr. Donald L. Unger, quien
relató en una carta enviada a la revista Arthritis
& Rheumatism (1998;41:949-950) que, durante su infancia, varias
autoridades reconocidas –su madre, algunas tías y, años más tarde, su suegra-
le recriminaban por crujirse los nudillos, afirmando que esa mala costumbre
provocaría que tuviera artrosis en los dedos cuando fuera mayor.
Para comprobar si eso era
cierto, el Dr. Unger comenzó hace ahora casi 70 años el experimento que fue
reconocido con el IgNobel en 2009. Lo que hizo fue crujirse los nudillos de la
mano izquierda dos veces al día –unas 36.500 veces hasta que se publicó su
carta- y no hacerlo nunca con los de la mano derecha. Al cabo de 50 años no
observó ninguna diferencia entre ambas manos en relación con la artrosis, de lo
cual deduce que crujirse los nudillos no tiene nada que ver con la enfermedad
reumática.
La misiva venía con una
respuesta del único investigador que había publicado algo previamente sobre esa
posible asociación. Era el Dr. Robert L. Swezey (Western Journal of Medicine
1973;122:377-379), quien había llegado a la misma conclusión que el Dr. Unger.
No sin cierta sorna, describía el experimento de este último como un ensayo de
dos brazos no aleatorizado y, entre otras divertidas perlas, coincidía con el
autor en que el número de participantes en el experimento no parecía lo
suficientemente grande como para extraer conclusiones definitivas, pero que, en
cualquier caso, cuestionaba esas creencias sobre el riesgo de artrosis derivado
del frecuente crujimiento de nudillos. Y como decía el Dr. Unger, lo mismo
puede suceder con otras afirmaciones típicamente maternas, entre ellas la
importancia de comer espinacas.
Desde entonces se
ha publicado algún que otro trabajo sobre las consecuencias de crujirse los
nudillos. Investigadores canadienses de la Universidad de Alberta utilizaron
resonancia magnética para observar los nudillos de personas que se los crujían
y dedujeron que el peculiar chasquido ocurre cuando se forman pequeñas burbujas
de aire en el líquido sinovial de las articulaciones, rebatiendo la idea de que
el sonido tiene lugar cuando esas burbujas explotan (PLoS
One. 2015 Apr 15;10(4):e0119470).
Esto fue
cuestionado posteriormente por científicos de la Universidad de California,
Davis, que presentaron sus resultados en la reunión de la Sociedad Radiológica
de Norteamérica. En lugar de optar por la resonancia magnética utilizaron
ecografía, que registra lo que sucede en los dedos de forma mucho más rápida. Tomaron imágenes ecográficas y audios de 40 voluntarios, 30 de los cuales tenían el
mencionado hábito desde hacía años. Las grabaciones permitieron ver una especie
de flash en el momento en las articulaciones justo después de que los
participantes se crujieran los nudillos, y ello tiene que ver con cambios
de presión de las burbujas de gas, según explicó el especialista responsable de
esta investigación, Robert D. Boutin. Pero a la hora de responder si el sonido
se debe a que las burbujas explotan o se forman, contestó que hay que
investigar más antes de responder a la cuestión. En definitiva, que tras dar
muchas vueltas al asunto, todavía no se sabe el porqué del chasquido.
Y en cuanto a si
crujirse los dedos es bueno o malo, el estudio publicado más recientemente
sobre el tema, firmado por médicos de familia de Estados Unidos (J
Am Board Fam Med. 2011;24:169-74), basado en entrevistas a 215 personas,
concluye que la costumbre de crujirse los nudillos no parece tener nada que ver
con el riesgo de acabar con artrosis en las manos, idea que también comparte el
antes mencionado doctor Boutin, quien observó en sus imágenes ecográficas que
no revelaban ningún daño inmediato, ni en forma de lesión ni de inflamación, en
las articulaciones de los participantes de su estudio. En principio, todo esto
puede tranquilizar a los crujidores de nudillos, aunque claro, en ciencia todo
puede cambiar de un día para otro, así que seguiremos atentos.
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